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ISSN 1989-4163

NUMERO 04 - VERANO 2009

 

Otra vez al Quirófano

Isabel Huete

 

Otra vez al dichoso quirófano, otra vez a quedarme en ayunas durante seis o siete horas antes de la operación, otra vez a vestirme de verde con gorrito incuído, otra vez a ver enfilar la aguja hacia alguna de mis venas, otra vez a sumirme en la nada, otra vez a despertarme con la borrachera de la anestesia y otra vez a esperar varios días después a que unas pinzas extraigan los puntos como si fueran pequeños gusanos incrustados en mi pecho.

De nuevo a someterme a la violencia de lo inevitable como un conejillo de indias o como uno de esos monitos a los que han clonado tiñéndoles las extremidades de verde, supongo que para que nadie los confunda, con el fin de convertirlos en víctimas del progreso de la ciencia. No existe más peligro que el de lo inesperado ni más beneficio que el de la tranquilidad de saber que la única consecuencia es que voy a perder una pequeña porción del cuerpo que ha decidido romper las reglas del juego y desarrollarse por su cuenta. No es maligno ni tiene otras pretensiones que sentir el placer de la penetración del bisturí para ser extraído y, de paso, fastidiar a quien ha elegido para instalarse como un invitado no deseado.

No tengo miedo ni me preocupa el tamaño de la herida o si mi teta quedará como una patata de caprichosas formas, sólo me invade el hastío de tener que pasar una vez más por unos protocolos que están hechos para evitarte el descanso y arrancarte unas cuantas horas de consciencia, como si esas horas no fueran imprescindibles para seguir mamando de la vida. Los tumores benignos, como organismos vivos que son, tienen eso: que si no los atacas a tiempo y permites que engorden demasiado se ofenden y empiezan a rezumar mala baba, de la que se va extendiendo por todo el cuerpo y lo carcome hasta dejarlo como una alita de pollo mordisqueada.

Una ya no se sorprende demasiado en la mayoría de las cosas que pasan o puedan pasar, pero el por si acaso es una llave que abre todas las cerraduras y me enseñaron a llevarla siempre colgada de el cuello como una soga que en cualquier momento puede partírmelo si no sé manejarla como corresponde. Son los inconvenientes de nacer en una familia de hipocrondríacos a los que los miedos no les han servido para otra cosa que para enfermar de ansiedad, y eso que a mí me desaparecieron todos cuando hace años me diagnosticaron un cáncer linfático -al que combatí no sólo con quimioterapia sino también a base de insultos y de negarle todo poder sobre mí- porque sabes que si no te mueres de ésa es que ya no te mueres de nada, salvo que te pille por sorpresa esa indeseada dama a la que nos pasamos la vida intentando evitar y, colgándose de tu brazo, te lleve a dar uno de sus temidos paseos.

A mi madre la sorprendió una noche del pasado noviembre y debe de estar dándole un paseo muy largo porque nunca más ha regresado, y lo siento en el alma porque estoy segura que de no ser por eso ella no habría faltado a mi cita con el bisturí, como lo hizo antes y como lo hizo siempre; después lo hubiésemos celebrado tomando un granizado de limón en la terraza de cualquier placita recoleta de Madrid o yéndonos a comer cosas ricas a algún restaurante de precios prohibitivos para mi bolsillo pero que no lo eran para el de ella, mi inolvidable pijotona.

No es que huya de la autocompasión, es que en realidad no sé hacerlo y por eso me rechiflo de mí misma, porque en el fondo me importa un pimiento que en pocos días me operen para quitarme un tumor benigno de la teta izquierda. Sólo me fastidia perder un día en el que quizá el canto de los pájaros sea más hermoso que nunca y yo seguramente no podré escucharlo.

Transfiguración
Foto: Hans Silvester

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